Claudio Morales Gorleri
Teniente Coronel (R) Doctor en Historia
Presidente del Instituto Nacional Sanmartiniano
1. Resumen
Luego de la renuncia al Protectorado del Perú, el general San Martín convocó al Congreso Constituyente para elegir al primer presidente peruano y se embarcó hacia Valparaíso, continuando luego a Mendoza, Buenos Aires y, definitivamente a Europa.
El Congreso peruano solicitó la intervención del general Bolívar y su ejército para finalizar el proceso independentista americano. Las fuerzas colombianas, peruanas, argentinas y chilenas se organizaron en el Ejército Unido Libertador y luego de lograr una épica victoria con solo aceros y caballería, en Junín el 6 de agosto de 1824, libra la decisiva batalla de Ayacucho cuatro meses más tarde (9 de diciembre de 1824). El virrey José de la Serna comandó las fuerzas realistas y el general Antonio José de Sucre las patriotas. Al cabo de casi seis horas de combate en un terreno anfractuoso, el general Canterac, sustituyendo a de la Serna, reunió a sus generales para admitir la derrota.
No obstante, la capitulación del virrey, la guerra continuó en el Alto Perú y los realistas mantuvieron la fortaleza del Callao y la isla de Chiloé. La última reacción monárquica se desarrolló en el combate de Tumusla, hasta que el jefe realista, general Olañeta, fue herido de muerte y su tropa se dispersó para siempre.
2. Palabras clave
Ayacucho, independentistas, realistas, Sucre, de la Serna, Olañeta
3. Introducción
. Marco histórico
En España, los Cien mil hijos de San Luis acabaron con el liberalismo aboliendo todos los cambios del Trienio liberal (1820/1823). Los Luises franceses, a órdenes del duque de Angulema, invadieron la Península en 1823 reponiendo al absolutismo de Fernando VII. No solo eran franceses los invasores, sino que se sumaron 30000 realistas españoles, prolongando la guerra civil de 1822/1823. Se inició así la segunda restauración absolutista en España, donde los franceses permanecerían hasta 1828. Ese enfrentamiento entre liberales y absolutistas fue ventajoso para el proceso libertario americano, ya que esas motivaciones de la guerra civil se trasladaron a los oficiales españoles en América y fueron aprovechadas por el general San Martín a partir del pronunciamiento de Aznacupio, en enero de 1821, en el que el virrey Joaquín de la Pezuela, absolutista, debió resignarse a entregar el virreinato al general liberal José de la Serna. Más adelante continuaremos analizando las resultantes de esas divergencias ideológicas en la oficialidad realista de América.
En la nueva estructura de la Santa Alianza conformada en Verona en 1822, se consagró un derecho de intervención que tendrían las grandes potencias para luchar contra brotes de liberalismo en cualquier país del continente al ser estos una «amenaza a la paz europea» (Phillips, W.A. (1911) «Holly Alliance the». Enciclopedia Británica. V. 13, 11th. ed. p. 621). La Alianza de Verona no incluía ya a Inglaterra que tenía grandes intereses comerciales en la América española.
El Papa León XII dictó un Breve apostólico, documento que, a diferencia de una encíclica, habitualmente tiene el carácter de acto administrativo, o bien, incluye una orden o regula una cuestión. Ese Breve, publicado y recibido en Madrid el 30 de septiembre de 1824 estaba dirigido A los venerables hermanos, los arzobispos y obispos de América y entre otros párrafos, decía «…a la verdad, con el más acervo e incomparable dolor, emanado del paternal afecto con que os amamos, hemos recibido las funestas nuevas de la deplorable situación en que tanto al Estado como a la Iglesia ha venido a reducir en esas regiones la cizaña de la rebelión que ha sembrado en ellas el hombre enemigo, como que conocemos muy bien los graves perjuicios que resultan a la religión, cuando desgraciadamente se altera la tranquilidad de los pueblos…». Más adelante, el Breve era más específico «…En consecuencia, no podemos menos que lamentarnos amargamente, ya observando la impunidad con que corre el desenfreno y la licencia de los malvados; ya al notar cómo se propaga y cunde el contagio de libros y folletos incendiarios, en los que se deprimen, menosprecian e intentan hacer odiosas ambas potestades, eclesiástica y civil, y ya por último, viendo salir, a la manera de langostas devastadoras de un tenebroso pozo, esas Juntas que se forman en la lobreguez de las tinieblas, de las cuales no dudamos en afirmar con San León Papa, que se concentran en ellas, como una inmunda sentina, cuánto hay y ha habido de más sacrílego y blasfemo en todas las sectas heréticas». Después concreta «… esclarecer ante vuestra grey las augustas y distinguidas cualidades que caracterizan a nuestro muy amado hijo Fernando, rey católico de las Españas cuya sublime y sólida virtud se hace anteponer al esplendor de su grandeza el lustre de la Religión y la felicidad de sus súbditos» (Furlong, G (1957), «La Santa Sede y la emancipación hispanoamericana», p. 109, Ed. Theoria, Buenos Aires).
Nótese que el Breve se publicó el 30 de septiembre de 1824, dos meses antes de la batalla de Ayacucho y cuatro meses antes del reconocimiento de la independencia de Argentina, Colombia, Chile y Perú por parte de Inglaterra (3 de febrero de 1835). El Papa León XII dio pruebas manifiestas de lamentar la publicación del Breve a mediados del año 1825, en carta al presidente de la Confederación Mexicana, general Guadalupe Victoria «…Nuestra peculiar índole y la dignidad a que sin mérito fuimos elevados, exigen que no nos mezclemos en lo que de ninguna manera pertenece a la Iglesia…»(Ídem, p. 109)
En 1824, mientras que en México se dictaba una constitución federal que terminaba con el imperio de Iturbide y con su propia vida, en el otro extremo de América se dictaba una constitución unitaria siguiendo las ideas europeístas de Bernardino Rivadavia. Había finalizado La feliz experiencia en Buenos Aires con el gobernador Martín Rodríguez y su ministro Rivadavia, dejando atrás la anarquía del año 1820, y el nuevo gobernante era el general Juan Gregorio de las Heras, oficial que participó en las guerras de la independencia de Chile y Perú y continuó con las políticas progresistas del gobierno anterior. En la Gran Colombia, constituida por los actuales territorios de Venezuela, Colombia, Ecuador y pequeños territorios de lo que es hoy Costa Rica, Brasil y Guyana; gobernaba el general Francisco de Paula Santander, reemplazando al general Simón Bolívar que, con tropas combinadas peruanas, colombianas, argentinas y chilenas, combatía en el Perú. Ante un pedido de apoyo de tropas y recursos por parte del Libertador, Santander respondía «Yo soy gobernante de Colombia y no del Perú; las leyes que me han dado para regirme y gobernar la República nada tienen que ver con el Perú… Demasiado he hecho enviando algunas tropas al sur, yo no tenía ley que me lo previniera así, ni ley que me pusiese a órdenes de Ud., ni ley que me prescribiese enviar al Perú cuanto Ud. necesitase y pidiese» (Lecuna, Vicente (1942). «Cartas de Santander”, p.p. 275-290, Caracas, Venezuela)
En ese año, Chile, con la renuncia del general Bernardo O´Higgins, finalizaba lo que se conoció como la «Patria Vieja», asumiendo la presidencia el general Freire. Se acentuó el aislamiento y la desconexión con la guerra en el Perú. Se dejó de recordar el 5 de abril, aniversario de la batalla de Maipú en un contrasentido histórico, ya que fue esa acción la que definió la independencia chilena.
La Banda Oriental del Uruguay, ocupada por Brasil desde 1817, se llamaba Provincia Cisplatina. Provincia del imperio de Pedro 1ro, quien también decidió dictar una constitución en 1824, para lo cual reunió a diez ciudadanos de su confianza en lo que se llamó «Noche de la agonía» y se promulgó la carta magna imperial. Durante ese año de 1824 los patriotas uruguayos emigrados en Buenos Aires se organizaban con el apoyo de los saladeros bonaerenses para iniciar la reconquista de su territorio. Será a principios del año siguiente cuando tuvo lugar la gesta der los «33 orientales» comandada por el general Lavalleja para recuperar el Uruguay.
4. Desarrollo
a. Antecedentes
Una vez que el general San Martín renunció al Protectorado y regresó a su patria, el Congreso del Perú creó la Suprema Junta Gubernativa compuesta por José de la Mar (presidente), Felipe Antonio Alvarado (Jurista y militar argentino, hermano del general Rudecindo Alvarado) y Manuel Salazar y Baquijano (político y militar peruano), quienes fueron elegidos entre los propios diputados del Congreso.
El nuevo gobierno decidió cumplimentar el plan que había bosquejado San Martín a los «Puertos intermedios», pero sin la consistencia que había planificado el Libertador, ya que, además de atacar por la costa sur del Perú, se complementaba con la ofensiva de los argentinos desde el Alto Perú y desde Lima por las sierras del centro. El gobierno de Buenos Aires no pudo apoyar la maniobra por dificultades en su frente interno y los patriotas de Lima no recibieron los medios indispensables para cumplimentar el plan.
La primera campaña a «Puertos intermedios», conducida por el general Alvarado provocó la sublevación del general Santa Cruz en la hacienda de Basconcillo (28 de febrero de 1823), quien dispuso la disolución del Triunvirato elegido por el Congreso y la elección de José de la Riva Agüero como presidente. Fue el primer golpe de estado de la historia republicana peruana (De la Puente Candamo, José Agustín (1993). «Historia General del Perú», T.VI. La Independencia, Ed. Brasa, Lima) . La segunda campaña (mayo 1823) la condujo el general altoperuano Santa Cruz, siendo también un fracaso militar como la primera, razón por la cual el Congreso decidió solicitar ayuda a Simón Bolívar, entregándole la conducción de la guerra (Roel Pineda, Virgilio (1980) «Conatos, levantamientos, campañas e ideología de la Independencia», Ed. Juan Mejía Baca, Lima).
Mientras tanto, el Congreso tomó dos medidas políticas: destituyó a Riva Agüero, quien se dirigió a Trujillo y allí instaló su gobierno y nombró presidente al marqués de Torre Tagle. Así, dos gobiernos disputaban el poder hasta que el 1ro de septiembre de 1823 arribó al Callao el Libertador Simón Bolívar, a quien el Congreso le otorgó la suprema autoridad en toda la República.
A comienzos del año 1824 el ejército realista disponía de alta moral y lo conducían excelentes generales. Estaba organizado con un ejército del norte al mando del general José de Canterac y su efectivo era de 8000 hombres en el Valle de Jauja y por el ejército del sur, ubicado entre Puno y Arequipa, comandado por el general Jerónimo Valdés con un efectivo de 3000 hombres. Otra agrupación estaba ubicada más al sur, en el Alto Perú y estaba comandada por el general Pedro Antonio de Olañeta con 4000 efectivos. Mil hombres estaban en Cuzco y 3000 más en distintas guarniciones. Hacían un total de 19000 hombres.
El ejército independiente de cuatro naciones estaba integrado por algo más de 9000 efectivos, 3000 peruanos, 4000 colombianos, 1100 chilenos y 1300 argentinos en Pativilca (Beverina, Juan, (1924) «El centenario del combate de Junín». La Nación, art. 6 de agosto Buenos Aires).
La fortaleza del Real Felipe del Callao fue recuperada por los realistas el 5 de febrero de 1824 y rápidamente el general Canterac desprendió de las sierras una división a órdenes del general Monet y otra del general Rodil desde el Valle de Ica para apoyar la recuperación de la fortaleza y, en definitiva, tomar Lima. La capital peruana fue evacuada por las fuerzas patriotas. El presidente Torre Tagle, junto a su ministro de guerra se complotaron y entablaron relación con los españoles para reaccionar contra las fuerzas colombianas (Mitre p. 937-938).
Mientras estos acontecimientos nefastos para los independentistas se sucedían, Bolívar se encontraba en su cuartel general de Pativilca, a 180 km. al norte de Lima. Estaba afiebrado y muy enfermo, se temía por su vida. Su ministro Joaquín Mosquera fue a visitarlo y lo encontró recostado, con faz cadavérica y su cabeza atada con un pañuelo blanco. Le preguntó Mosquera «¿Qué piensa usted hacer ahora?», «¡Triunfar!», respondió el Libertador (Mitre, p. 940).
Pativilca está al pie de la Cordillera Norte, en la Provincia de Huaura, donde San Martín reunió a su ejército a lo largo del río del mismo nombre. Bolívar continuaría la hazaña pensando en abrir la campaña por la sierra central siguiendo el camino que trazó Arenales cuatro años antes.
Habíamos expresado en el marco histórico que el pronunciamiento de Aznacupio representó la transposición de la tensión entre liberales y absolutistas de España a América en el seno del ejército realista. El trienio liberal español (1820-1823), trasladaba sus ideas constitucionalistas con los tiempos que estiraba la lejanía de la Metrópoli. Así, el general de la Serna fue nombrado virrey en lugar del brigadier Pezuela, absolutista, a lo que se agregaban una serie de derrotas que había recibido su ejército al ser vencido en Chacabuco y Maipú por el sable corvo del Libertador José de San Martín.
El 20 de junio de 1824, el general Pedro Antonio de Olañeta, absolutista, anoticiado antes que el virrey de la Serna por periódicos de Buenos Aires, que el rey Fernando VII había declarado nula la constitución de 1812 y el régimen constitucional, se levantó en armas «en defensa del rey y de la religión». En su manifiesto a los habitantes del Perú decía en Potosí: «…tal ha sido, peruanos, el depravado intento de los constitucionales de la América meridional. Tal el fin que se propusieron en la tumultuaria jornada de Aznacupio. ¿Y qué debería hacer un verdadero español, un general realista? Oponerse con todas sus fuerzas a tal ignominiosa degradación. Morir antes que consentir tamaña infamia. Estas fueron mis resoluciones. Firme en el propósito de sostener a toda costa los derechos de la religión y del rey…» (García Camba, Andrés (s/f) «Memorias del general García Camba para la historia de las armas españolas en el Perú 1822-1825» pp.434-444, Editorial América, Madrid).
El general de la Serna ordenó la inmediata marcha del ejército del sur, a órdenes del general Valdés hacia el Alto Perú para sofocar la rebelión mientras Olañeta relevaba a los generales liberales La Hera y Maroto de sus altos cargos políticos. Seguiremos analizando este episodio, crucial para las armas americanas y nefasto para las realistas, más adelante.
El 2 de agosto de 1824, el Libertador Bolívar pasó revista a sus casi 9000 hombres formados en Ranca, al pie del cerro Pasco, donde Arenales se llenó de gloria. En el centro del Perú, en las alturas y con el frío de agosto. Allí está el Nudo de Pasco, que divide aguas en distintas direcciones. Los campesinos dejaron sus chacus de vicuña para observar la tremenda escena, peruanos, colombianos, chilenos y argentinos, con las armas al hombro y aquel umallik, que parado sobre sus estribos estremecía a todos, aunque muchos no lo entendían. Comprendían que se estaba gestando algo más que el Tayta jirka, algo más glorioso:
«Vais a completar la obra más grande que el cielo ha encargado a los hombres: la de salvar un mundo entero de la esclavitud. El Perú y la América toda aguardan de nosotros la paz, hija de la victoria, y aún la Europa os contempla con encanto; porque la libertad del Nuevo Mundo es la esperanza del universo» (Mitre, p. 941). Ese ejército representaba a las cuatro repúblicas existentes entonces en América del Sur. Un solo ejército continental.
Las fuerzas patriotas avanzaron desde Pasco hacia el sur por el camino que bordea el río Mantaro, al oeste de la laguna. Mientras tanto, el general Canterac avanzaba por Tarma hacia el cerro de Pasco por el camino del Este, y al llegar a Carhuamayo, recibió información del avance de Bolívar. Adivinando la maniobra de bloquearle su comunicación con Jauja, Canterac ordenó un rápido repliegue. Es así como al mediodía del 6 de agosto alcanzó la pampa de Junín. El Libertador había adelantado la caballería del grueso de la infantería; desde el Chamanca observó la columna de Canterac que se dirigía hacia Jauja. Decidió entonces empeñar su caballería a órdenes del general Mariano Necochea con 900 hombres.
Mientras que los jinetes patriotas descendían con dificultad por un terreno anfractuoso a la pampa, Canterac creyó ver la oportunidad de la victoria y reuniendo sus mil ochocientos hombres cargó furiosamente sobre los dos únicos escuadrones aprestados para el combate. El aluvión de la carga no pudo ser resistido por los criollos y en consecuencia la confusión y la sorpresa obligó a los americanos a una retirada inmediata. Necochea fue gravemente herido y hasta el mismo Bolívar, seguido por su estado mayor, creyó en la inminente derrota, decidiendo retirarse hacia donde avanzaba la infantería.
La infatuación de Canterac, que sentía la victoria en sus manos lo hizo cometer serios errores en el combate: no utilizó reservas y parte de su caballería no pudo actuar libremente por tener que atravesar pantanos ubicados al sur de la laguna.
El escuadrón de Húsares del Perú no logró encolumnarse para el ataque inicial por falta de espacio y su jefe, el teniente coronel Isidoro Suárez esperó sumarse detrás de una quebrada, enviando a su ayudante, José Andrés Rázuri, peruano, a solicitar órdenes al general José de la Mar; quien le respondió que Suárez salve su escuadrón como sea. Al observar Rázuri la situación desbocada de la caballería realista sableando a la propia, cambió la orden en su transmisión, diciéndole a Suárez que la orden era cargue usted de todos modos (De la Puente Candamo (1981) «Historia general del Perú». t. VI, Emancipación (1816-1825) Ed. Brasa S. A., Lima).
Cuando los patriotas, perseguidos y sableados por los escuadrones de Canterac, pasaron la quebrada, los Húsares del Perú atacaron su retaguardia y su flanco. Los realistas, cercados ahora por dos agrupaciones y sorprendidos, no atinaron a rehacerse y fueron acuchillados. No se usaron armas de fuego, a sable y lanza el entrevero.
Jorge Luis Borges, quien era bisnieto del coronel Isidoro Suárez escribió varios poemas sobre Junín y su bisabuelo (Borges, Jorge Luis (1977) «Obra poética», p. 467, EMECE editores, Buenos Aires). Uno de ellos «Coronel Suárez» finaliza así:
En los atardeceres pensaría
que para él había florecido esa rosa:
la encarnada batalla de Junín, el instante infinito
en que las lanzas se tocaron, la orden que movió la batalla
la derrota inicial, y entre los fragores
su voz gritando a los peruanos que arremetieran
la luz, el ímpetu y la fatalidad de la carga
A partir de ese momento, por decisión de Bolívar, los Húsares del Perú pasaron a llamarse Húsares de Junín. Después de esta batalla en la que solo brillaron los aceros, el ejército realista partió en retirada inmediata hacia el sur con 2000 bajas. El virrey agregó una división de 1500 hombres a la fuerza derrotada de Canterac. Se dirigieron a Limitambo donde La Serna decidió concentrar los ejércitos del norte y del sur. Este último, conducido por el general Valdés, abandonó el Alto Perú cumplimentando la orden del virrey, dejando a las fuerzas de Olañeta libres, que le permitió marchar hacia el norte y ocupar Puno y Tarapacá.
Al recibir información de la concentración del ejército realista, Bolívar, que se encontraba en Challhuanca, comprendió que había empeñado sus tropas en una marcha demasiado profunda. Había alargado demasiado sus líneas de comunicaciones y alejado de sus centros de recursos. Una verdadera hybris, desmesura que, además, se encontraba en poblaciones a las que aún no habían llegado las ideas de independencia y le eran hostiles.
Decidió el Libertador entregar el mando de sus tropas al general Antonio José de Sucre en Samaica y marchar a Lima para reunir los medios necesarios para reforzar el ejército. Sucre, cumplimentando las indicaciones de Bolívar, desplazó sus tropas al este, estacionándose entre Circa y Lambrana, pueblos separados por 7 leguas, dando frente a la dirección de Cuzco. (Miller, Guillermo (s/f) «Memorias del general Miller». t. II. Ed. América, Madrid)
Planes de campaña
El plan realista consistía en tomar la ofensiva y así recuperar la moral del ejército como así también el territorio que Canterac había perdido. Derrotar a Sucre, antes que Olañeta, que avanzaba desde el sur, se tornase amenazador. Concibió Sucre un plan de operaciones que obligaría al enemigo a librar una batalla decisiva. Decidió realizar una maniobra estratégica operacional envolvente para cortar sus líneas de comunicaciones y obligarlo a la batalla. Además, impedía la llegada de refuerzos desde Lima.
Por otro lado, el plan patriota consistía en una maniobra defensiva. Suponían un ataque frontal, al que esperaban resistir hasta la llegada de refuerzos. Se cumpliría la orden del Libertador de conservar sus efectivos a todo trance, pero con libertad de obrar de acuerdo con las circunstancias. El general Sucre se limitó a ejecutar movimientos próximos al enemigo aprovechando las fuertes posiciones defensivas que las sierras ofrecían.
Dispositivo y organización
El ejército realista, ahora llamado Ejército de Operaciones del Perú, a partir de la fusión de los mandados por Canterac y Valdés; antes de la ofensiva, ocupaba ambas márgenes del río Apurimac con el siguiente dispositivo: la División vanguardia en el pueblo de Acha, sobre la orilla izquierda del río con sus avanzadas de combate en la línea Capachaca – Colquemarca; la 1ra y 2da División en Paruro y proximidades; la caballería en las cercanías de Cuzco. El Comandante en Jefe era el virrey de la Serna, el Jefe de Estado Mayorel teniente general Canterac. La División Vanguardia estaba al mando del general Valdés con 8 batallones de infantería. La División Manuel Villalobos, con 3 batallones de infantería, 5 regimientos de caballería y 2 escuadrones de esta arma. En total 9320 soldados y 11 piezas de artillería. (Bulnes, Gonzalo (1897). «Últimas campañas de la independencia del Perú 1822-1826», Miño, Santiago de Chile).
El ejército patriota era comandado por el general Antonio José de Sucre y su jefe de Estado Mayor era el general Agustín Gamarra. Disponía de la División Peruana a órdenes del mariscal La Mar con cuatro batallones de infantería, la primer División Colombiana a órdenes del general Lara con tres batallones, la 2da. División Colombiana a órdenes del general José María Córdova con cuatro batallones y la División de caballería, comandada por el general Miller con tres regimientos de caballería y un escuadrón de Granaderos de los Andes, argentino.
Luego de distintos movimientos tácticos y reducidos combates como el de Corpahuaico, en el que las tropas del general Valdés atacaron por sorpresa la retaguardia patriota, estos continuaron hacia Huamanga y llegaron el 4 de diciembre a la región de Tambo Cangallo. Allí el general Sucre decidió esperar al enemigo y dar batalla, pero los realistas no se decidieron a atacar y se dirigieron hacia las alturas del Oeste de la región para dominar el campo patriota. Sucre, al observar que La Serna ocupaba una posición ventajosa, resolvió ejecutar una marcha nocturna para ganar un terreno favorable. En la noche del cuatro al cinco avanzaron los libertadores hacia la quebrada de Acero, vadeando el río Pongora que corre por la quebrada. Al aclarar el cinco los realistas se sorprendieron al no ver las tropas y trataron de perseguirlos vadeando el río algo más al oeste,
En su marcha nocturna, los patriotas avanzaron hasta llegar el seis a Quinua. El virrey ordenó descender nuevamente al Pangora y continuó por él a la quebrada de Huamaguilla. Alcanzó los cerros del Condorcunca y, describiendo un semicírculo al frente de las posiciones libertadoras, ocupó las faldas del mismo al atardecer del ocho de diciembre, para atacar descendiendo de las alturas.
La batalla
La batalla se libró en la meseta o planicie de Ayacucho (en quechua «Rincón de los muertos»), que en su orientación E-O tenía unos mil setecientos metros entre el cerro Condorcunca y el pequeño pueblo indígena de Quinua. Existía una pendiente suave entre el cerro y el río Pangora. Al Norte y al Sur de la meseta existían profundas quebradas separadas por, aproximadamente, seiscientos metros que constituían obstáculos importantes, sobre todo el del Sur (García Camba, p. 299). En la mitad de la planicie existía una quebrada de poca profundidad pero que impedía el paso de tropas montadas por sus bordes cortados a pique.

El ejército libertador ocupó posición en la planicie y el realista en las pendientes del Condorcunca. El segundo se organizó ocupando la derecha el general Valdés con cuatro batallones, dos escuadrones y cuatro piezas de artillería; en el centro, los cinco batallones del general Monet y a la izquierda la División del general Villalobos que tenía, a su retaguardia, la reserva comandada por el Jefe de Estado Mayor, general Canterac, con la caballería y la masa de la artillería.
El ejército patriota, comandado por el general Sucre con un efectivo de 5800 hombres, desplegó a la derecha la División Colombiana del general José de Córdova con cuatro batallones; al centro, la caballería a órdenes del general Miller con el Regimiento peruano Húsares de Junín, el Regimiento de Granaderos y de Húsares de Colombia y el Escuadrón de Granaderos a Caballo de Buenos Aires, de algo más de 80 hombres, último resto del creado por San Martín en 1812. A su izquierda desplegó la División que comandaba el general La Mar con cuatro batallones colombianos. Solamente dispusieron de una pieza de artillería de a cuatro emplazada entre la derecha y el centro.
«El día 9 de diciembre amaneció hermosísimo: al principio el aire era muy fresco y parecía influir en el ánimo de las tropas; pero así que el sol tendió sus rayos por encima de la montaña, los efectos de su fuerza vivificadora se vieron palpablemente; los soldados de uno y otro ejército se restregaban las manos y visiblemente, hacían conocer el placer que les causaba y el vigor que recibían…A las nueve de la mañana principió a descender de la montaña la División Villalobos; el virrey se puso a pie a su cabeza y las filas siguieron bajando por el lado escabroso del Condorcanqui (sic), oblicuando un poco a la izquierda» (Miller, t. II, p. 175). En realidad, el virrey encabezó la División del centro, de Monet, como afirma el general García Camba, criticando la obra de Miller (García Camba p. 333) y además el ataque fue simultáneo para las tres divisiones y la reserva misma. El virrey y su Jefe de Estado Mayor emplearon la reserva tempranamente, cuando esta tiene por finalidad esperar para acudir a cubrir una situación inesperada o realizar un contrataque, prever una ruptura o explotar un éxito. Evidentemente consideraron que, con una fuerza superior, con artillería, con la moral muy alta, desde una posición muy ventajosa que da la altura y la arrogancia española, concluirían el día con una victoria decisiva.
Es de hacer notar que antes de la batalla hubo una confraternización entre enemigos sugerida por el general Monet al general Córdova. Así, hermanos enfrentados o antiguos amigos fueron autorizados a «darse un abrazo antes de rompernos la crisma» (Pignatelli, Adrián,(2022) «La última batalla de la Independencia y la gloriosa carga de los últimos granaderos que selló la victoria patriota». INFOBAE, 9 de diciembre, Buenos Aires)
A las diez de la mañana los realistas iniciaron el ataque, el general Valdés se apoderó de su objetivo haciendo retroceder al general La Mar. La derecha patriota se replegó ante el impetuoso ataque del 1er. Batallón mientras que la caballería y la artillería habían descendido y ocupaban sus posiciones para el combate. Ante el empuje y la fuerza de Valdés que ponía en peligro el frente patriota, Sucre ordenó a la División Lara, reforzar ese sector. En la izquierda realista, el jefe del 1er. Batallón, coronel Rubín de Celis, encargado únicamente de conquistar una zona de seguridad, al oír los fuegos de artillería apoyando a Valdés creyó que era el momento del ataque general, la segunda fase de la operación, y se lanzó a la carga sobre sobre la División Córdova. Allí, su general se apeó del caballo entre las dos columnas de su división y a viva voz dio la célebre orden «¡Adelante! ¡Paso de vencedores!». Cargaron inmediatamente y el Batallón enemigo sufrió un duro castigo ya que el general patriota rechazó fácilmente el ataque y el coronel realista cayó muerto entre los primeros.
Al observar Sucre que el Batallón de Celis retrocedía en desorden, ordenó a Córdova que explotara el éxito ejecutando un contrataque, reforzándolo con tropas de Miller. La División se lanzó en profundidad, persiguiendo a los del primer Batallón que en su fuga desbarataron a los batallones de segunda línea, conducidos por Villalobos. Estas unidades fueron rápidamente apoyadas por un escuadrón de caballería, incapaz de contener a la División Colombiana.
El virrey, observando que la progresión de su ofensiva disminuía decidió adelantar el ataque de Monet para atraer a los patriotas al centro. Simultáneamente, Canterac condujo dos batallones para contener la contraofensiva, pero fue arrollado. Poco después tres escuadrones fueron en apoyo de los cuatro batallones empeñados, pero los húsares y granaderos que oportunamente, conducidos por Miller, los recibieron y los rechazaron con sus largas lanzas.
La División Córdova, a la que se unían dispersos de distintos cuerpos, logró apoderarse de la artillería realista de la retaguardia. Con heroico e incontenible avance arrollaron a cuanto enemigo se ponía en su frente, llegando así hasta las faldas del Condorcunca donde hicieron flamear el pabellón de Colombia.
El general Monet intentó cruzar el barranco frente a la atenta vigilancia de Sucre, quien ordenó de inmediato que los Húsares de Junín y los ochenta y dos veteranos Granaderos de los Andes, junto al Batallón Vargas atacaran antes de cruzar el barranco, desbaratando así, con gran empuje, el intento de Monet.
El general La Mar logró restablecer su posición frente a la derecha realista. La División Valdés observó el fracaso que sufrió Monet y el avance de la derecha patriota. Al distinguir la bandera colombiana flameando en la pendiente del Condorcunca, sus batallones cedieron terreno poco a poco. Se replegaron en pequeños grupos que luego se generalizaron en una retirada en masa. Sucre ordenó a Córdova que se detuviera para reorganizarse, encargando la persecución a otras divisiones. La victoria fue total, el general Canterac tomó el mando ante la ausencia del virrey que yacía herido.
Batalla decisiva después de quince años de guerra en la que estuvieron presentes los genios de Bolívar y San Martín, ya que Boyacá y Carabobo, Chacabuco y Maipú guiaron los pasos de Sucre a la cima de la gloria. Inigualable el escenario de la gran batalla, en el centro de América, en los Andes, entre cóndores y piedras. Era el último reducto español después de tres siglos y medio de la conquista. En quechua, Ayacucho significa «Rincón de los muertos» por sus trágicas historias desde Viracocha consolidando su imperio y, en época de la Colonia, la batalla de Chupas, cuando las fuerzas de la corona española vencieron a Almagro «el joven», vengando la muerte de Pizarro. El 9 de diciembre de 1824 quedaron en ese funesto Rincón mil ochocientos muertos realistas y trescientos patriotas.
El general Canterac reunió a los generales y jefes y «les manifestó que en su concepto el Perú estaba perdido, pues que era preciso considerar a Olañeta por tan enemigo como los que acababan de triunfar, y que si los demás participaban de su opinión parecía prudente adoptar un medio con los independientes que evitase nuevos e inútiles desastres; y claro era que el arbitrio que se indicaba en el supuesto dado envolvía el pensamiento de una capitulación» (García Camba pp. 307y 308). Agrega Camba «…la confusión y la incertidumbre estaban retratados en el semblante de todos y ninguno acertaba a proponer el arbitrio que convendría adoptar en tamañas circunstancias, cuando al ponerse el sol de tan funesto día se anunció por retaguardia un oficial parlamentario, a quien seguía el general La Mar, que pretendía hablar al general Canterac, como lo verificó, asegurando que el general Sucre estaba dispuesto a conceder a los vencidos una capitulación tan amplia como sus altas facultades permitiesen, a fin de que cesaran del todo las desgracias del Perú» (García Camba p. 310).
Para conocer los términos de la oferta del vencedor fueron comisionados los generales Canterac y Carratalá quienes, acompañados por el general La Mar, llegaron al puesto de comando del general Sucre. Conferenciaron con el comandante del Ejército Unido del Perú y luego iniciaron la redacción de las bases del tratado. Una vez que lo discutió y corrigió el estado mayor realista, se reunieron nuevamente en el campamento de Sucre, al que concurrieron los generales Valdés y García Camba para acelerar la conclusión de las negociaciones. Este último escribió “Sucre ostentó… mucha franqueza y generosidad, aceptó lisa y llanamente las bases presentadas con solo tres restricciones que puso de puño y letra en el mismo borrador escrito por don José Carratalá”. Luego, se dirigieron a Huamango, cuya etimología quechua–chanca da pie a la metáfora porque waman-ka significa “ven halcón”. Allí estaban los halcones discutiendo si el Callao integraba la capitulación o no. Fue Sucre quien lo definió en un principio escribiendo “si el gobernador no obedeciera, no será tratado como jefe español”.
Nada escapó al control del vencedor que muy bien cuidó los intereses patriotas, así como actuó con nobleza con el vencido. Junto con Bolívar respetaron las generosas condiciones pactadas respecto de la suerte de futura de sus adversarios. Regresaron a España unos 750 integrantes del ejército realista “contando jefes, oficiales y unos 350 soldado. Entre ellos algunos americanos”
“Se hallan en consecuencia, en estos momento en poder del Ejército Libertador los tenientes generales La Serna y Canterac, los mariscales Valdés, Carratalá Monet y Villalobos, los generales de brigada Bedoya, Ferraz, Camba, Somocurcio, Cacho, Atero, Landázuri, Pardo y Tur, con dieciséis coroneles, sesenta y ocho tenientes coroneles, cuatrocientos ochenta y cuatro mayores y oficiales, más 2000 prisioneros de tropa, inmensa cantidad de fusiles, todas las cajas de guerra, municiones y cuantos elementos militares poseían. Mil ochocientos cadáveres y setecientos heridos en la batalla de Ayacucho han sido las víctimas de la obstinación y de la temeridad españolas”. (Parte oficial del mariscal Sucre tras la batalla) (García Camba, s.f.-a, p. 493)
La masa del ejército realista capituló en Ayacucho, pero aún continuaban bajo el control de España varias guarniciones del Bajo y el Alto Perú.
Cuzco capituló el 24 de diciembre y un ejército de 1700 hombres a las órdenes del general Agustín Gamarra, se rindieron a las fuerzas de la libertad. Inmediatamente, la guarnición de Puno se rindió también. Le siguieron las de Arequipa y Tacna; en la primera estaba el Batallón Real Felipe comandado por el general Pío Tristán, aquel que fuera derrotado por el general Manuel Belgrano, en Tucumán y Salta, perjuro en esta última en la que juró no volver a tomar las armas contra los patriotas. Era a la vez, gobernador de Arequipa y pretendiendo desconocer la capitulación de Ayacucho intentó una resistencia asumiendo el 21 de diciembre de 1824 el cargo de Virrey del Perú, ofrecido por una junta de militares y notables civiles realistas que se realizó en Cuzco (García Camba, s.f, pp. 343 y 346). Su virreinato fue efímero, pero muchos lo consideran el último virrey.
La capitulación, en su artículo primero, prescribía que “el territorio que guarnecen las tropas españolas en el Perú será entregado a las armas de Ejército Unido Libertador hasta el Desaguadero…” (Capitulación de Ayacucho). Este río era el límite entre el virreinato del Perú y el del Río de la Plata. En el Alto Perú, actual Bolivia, comandaba el general Olañeta, ferviente defensor del rey y de la religión, a su manera. García Camba relata las distintas acusaciones que se le hacían por contrabandista y maniobras mercantiles dolosas, aunque enfatizaba sus condiciones de mando y su valor. (García Camba, s.f. p. 204) (Fernández, 1992, p. 133) (Villagrán San Millán, 2015, p. 977 a 1004).
Después de Ayacucho, desde Cuzco, el 1 de enero de 1825, Sucre le escribió a Olañeta haciéndole saber la victoria y las estipulaciones de la capitulación, que no lo comprendían. También lo felicitaba por haber contribuido a la victoria y que considerara unir sus fuerzas al Ejército Unido Libertador. Olañeta contestó ofreciendo su amistad y la lealtad a la causa independentista y solicitó un armisticio de 61 meses para deliberar con sus mandos. Sucre desaprobó la solicitud porque consideró que las intenciones del rebelde eran ganar tiempo esperando apoyo de la Península. Ya Olañeta había lanzado una proclama en la que se comprometía a defender al rey “hasta la muerte”. Así fue, pero no fueron las fuerzas de Sucre o los guerrilleros que desde Salta enviaba su gobernador Arenales, sino uno de sus hombres, el coronel Carlos Medinaceli, quien se sublevó en Tumusla y el 1 de abril de 1825 se enfrentaron las fuerzas rebeldes y, luego de cuatro horas de lucha, el general Olañeta fue herido de muerte lo que provocó la dispersión de su tropa (Villagrán San Millán, 2015, p.p. 992 a 995) (Torrente, 1830. p.p. 122 a 125).
La ocupación realista de la plaza del Callao continuó más de un año después de Ayacucho. El coronel José Ramón Rodil, al mando de 1800 hombres disponía de escasos víveres para mantener la tropa, integrada también por hombres que habían pertenecido a las fuerzas patrióticas. La deserción crecía y el hambre hacía estragos en enero de 1826. El coronel Rodil, que solamente disponía de 300 hombres en aptitud de combatir capituló el 22 de enero, se retiró con todos los honores pudiendo embarcarse hacia España. 1300 hombres murieron por enfermedad durante el asedio, 785 en combate y 5000 civiles perdieron la vida víctimas del hambre y el escorbuto. (Semprún & Bullón de Mendoza, 1992, p. 228).
La isla de Chiloé, la más grande del archipiélago del mismo nombre, ubicada al SO de Chile, separada del continente por el estrecho del Chacao, fue el último reducto realista de América del Sur. Desde 1819 gobernaba la isla el coronel Antonio Quintanilla y comandaba un destacamento de 1700 hombres. Durante el Directorio de O´Higgins y luego de su deposición fueron vanos los esfuerzos de liberar Chiloé. Después de la capitulación de El Callao se produjo un intento de levantamiento contra Quintanilla que fue sofocado ya que los habitantes de la isla (45000) eran preeminentemente realistas. Quintanilla intentó aliarse con Olañeta, pero este ya había sido derrotado. El 18 de enero de 1826, en la ciudad de San Carlos firmó la capitulación que constituyó el final de la “resistencia regular realista en el continente americano” (Semprún & Bullón de Mendoza, 1992, p.232).
Ayacuchos.
La derrota en Ayacucho fue inesperada para los españoles. No podían concebir que el gran imperio, fruto de la conquista, desapareciese en una tarde, en el Perú. A medida que desembarcaban en los puertos de la Península, los rumores de traición se fueron acrecentando. Se los identificaba despectivamente como “los ayacuchos”. Mariano Torrente se preguntaba cómo “…un ejército tan brillante como el que habían sabido formar los generales tan orgulloso y temible por sus respectivas victorias… que habían destruido todas las fuerzas combinadas de Perú, Chile, Buenos Aires y aún las primeras expediciones de Colombia ¿podía creerse que en un solo aciago día perdieran el fruto de tantos sacrificios y el lustre de tantas hazañas? … nadie, por cierto, creyó este fatal y brusco desenlace…” (Torrente, Mariano, 1830. p.89). Sin embargo, más adelante Torrente afirma: “Quien lo atribuye a una vergonzosa traición, quien a refinada malicia, quien a la cobardía y quien al torpe manejo y aturdimiento de sus jefes…conocemos que ha habido defectos pero no creemos de modo alguno que esta terrible desgracia pueda convertir en criminales a unos hombres que tantos sacrificios han hecho por la monarquía y tantas y tan repetidas veces han cubierto sus sienes de gloriosos laureles” (Torrente, Mariano, 1830. p. 96).
La intensidad de las tensiones políticas entre liberales fue desdibujando la tensión sobre los ayacuchos, a cuyos generales se les criticaba la conducción táctica en la batalla y ya con menos vehemencia lo que en un principio se calificaba como traición. El rey Fernando VII fue indiferente a las críticas y confirmó todos los empleos, grados, honores y condecoraciones otorgados por el virrey La Serna y, a pesar de estar en “plena época ominosa del absolutismo, a partir de 1829 el gobierno empleaba en mayor escala a los militares veteranos del Perú.
Fue a mediados del siglo XX con el “Bolívar” de Salvador de Madariaga, célebre historiador, político y ministro de justicia de la República Española, que renació la tensión en contra de los generales de Ayacucho. Para el autor no fue una batalla, fue un simulacro, una comedia. Para Madariaga, los generales Monet y Córdoba negociaron la capitulación antes del combate, así explica también la autorización del abrazo entre hermanos “antes de romperse la crisma” (Madariaga, 1975, T II).
Conclusiones
Ocho días después de la batalla de Ayacucho. Canning, primer ministro inglés, manifestó: “la batalla ha sido recia, pero está ganada. El clavo ha sido remachado. La América española es libre. ¡Novus saeculorum naceitur ordo! (¡Nace un nuevo orden!)” (Mitre, 2012, p. 17).
Sí, la batalla ha sido “recia”. Ambos contendientes lucharon con la más rigurosa disciplina; los generales más prestigiosos de cada ejército dieron muestra de su valía, todos ansiaban la batalla, “se batió no sólo bizarramente sino a la desesperada” (Miller, s.f., p. 180). El menor número de los patriotas no hizo mella en su entusiasmo, en su voluntad de vencer. La victoria no fue fruto del azar, sino de la inteligencia, del coraje y el valor puestos a prueba por los americanos.
“El clavo está remachado”, la batalla fue decisiva, no hubo vuelta atrás. Sin embargo, faltaba vencer a Olañeta, derrotar los enclaves de Cuzco, Puno, Arequipa, Tacna, el Callao y Chiloé.
“La América española es libre”, después de quince años de guerra. San Martín se embarcó el 20 de agosto de 1820 en Valparaíso para liberar al Perú. Partieron en la primera madrugada, como el Quijote, a regenerar la tierra; Sión fue la América hispana. Con tres barquichuelos los reyes de Españas se adueñaron del Nuevo Mundo. San Martín, con esos barcos de madera iba a recuperarlo. El envión lo llevó hasta Guayaquil y allí, el otro libertador siguió su estrella: la libertad americana.
Bolívar supo aprovechar la disputa ideológica de los españoles y, ante la deserción de Olañeta en el Alto Perú, sacó provecho de la situación decidiendo dar batalla. La actitud del guipuzcoano fue determinante para la victoria de los libertadores: lo seguían cuatro mil hombres que debilitaron al ejército del virrey que, de todos modos, mantenía su superioridad de fuerzas. Si bien lo contrafáctico no es tema de la Historia en general, sí lo es de la Historia Militar. Así una escuela historiográfica militar en la Universidad de Londres se denomina “If” para estudiar qué hubiera pasado si… En el supuesto de una victoria española en Ayacucho, no tiene sentido considerar la continuidad del sistema político, cuando España no estaba en condiciones de apoyarlo y la América hispana ya había dado, desde hacía al menos quince años, claras muestras de su compromiso por “… la causa de la independencia”.
Sobre este supuesto escribió el hermano del general Miller, si (if) los españoles hubieran destruido a los libertarios y todos sus jefes hubieran perecido, aparecerían otros jefes, otros patriotas “que sucesiva o simultáneamente se habrían formado, los habrían hostilizado perpetuamente y los habrían consumido, …, aunque el país se hubiese reducido a escombros y la miseria se hubiese hecho sentir hasta los puntos más remotos, la causa de la independencia habría triunfado infaliblemente.” (Miller, s.f., p. 188).
Desde el punto de vista táctico, el virrey cometió el error de utilizar todas sus fuerzas en un ataque frontal sin resguardar su reserva. Revela esa decisión la petulancia u orgullo de La Serna luego de la reducida victoria en el combate de Corpahuaico. Presuntuosamente atacó con heroísmo al frente de la infantería donde resultó herido y terminó prisionero de los patriotas.
La organización para la defensa de Sucre fue acertada ya que no necesitaba guardaflancos porque las características del terreno resguardaban sus alas. El ascendiente de sus jefes subordinados sobre las tropas puso de manifiesto su capacidad en el comando.
Mucho se ha escrito acerca de la “batalla arreglada” o de la “traición de Ayacucho”, “Il vero” en la Historia tal vez sea impreciso por los memorialistas y le falte consistencia en el “certo” (Vico). Esa consistencia la intenta hacer el historiador cotejando las memorias; en el caso de Ayacucho existen pocas y de ellas se destacan por cierta objetividad, la de Miller entre los patriotas y la de García Camba entre los españoles. En las dos versiones se resalta la total entrega de ambos contendientes a sus respectivas causas, con tal vigor y convicción que quedaron más de 2000 cadáveres en el Rincón de los Muertos (Ayacucho).
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